EL COMERCIO, días 2 y 4 de agosto de 2003
No deja de sorprenderme un curioso fenómeno: a la tolerancia le ocurre algo similar a la libertad de expresión. Se habla más de ellas en la sociedad, y menos en el interior de las organizaciones empresariales, incluidas las que son medios de comunicación.
No parece haber mucho consenso acerca de su significado ni su aplicación: ¿qué nos dirá sobre la tolerancia una quinceañera y qué nos dirán sus padres?… Así que voy a intentar una aproximación al concepto, pues la tolerancia es importantísima para la convivencia y es una cualidad imprescindible en quienes tienen poder a nivel político en la sociedad, dentro de las organizaciones y también en las familias.
¿Qué es tolerar? La mejor definición de tolerancia que he encontrado no la he hallado en Voltaire (s. XVIII) sino en Tomás de Aquino (s. XIII): alguien con poder tolera cuando, pudiendo evitarlo, decide con acierto permitir un mal, sin aprobarlo, para no impedir otros bienes, o para no avasallar bienes mayores. Y apela a Agustín de Hipona que, ocho siglos antes, decía que si se proscribe la prostitución, se perturbarán las pasiones libidinosas de toda la sociedad.
La tolerancia facilita el buen uso del poder coactivo, y conviene que sea tolerante quien, si así lo decide, puede impedir un mal. Ante el mal inevitable, debe entrar en juego la paciencia, la comprensión, la disculpa, pero no la tolerancia.
No es fácil se tolerante, porque a nadie le gustan las cosas malas, y a veces tendemos a impedirlas, si podemos. Pero es preciso saber permitir el mal cuando impedirlo destruye bienes mayores: entre otros, la libertad de los demás, que es algo muy bueno.
La tiranía es una forma de intolerancia: el tirano bienintencionado quiere conseguir el bien (los resultados) y usa el poder para impedir cualquier mal: fallas de calidad, errores de sus subordinados, etc.; “tolerancia cero” con todo lo que atente contra la cuenta de resultados. Para acabar con la prostitución construye un sistema totalitario… y para evitar que su hija se meta en problemas, la enclaustra en su habitación.
La demagogia también es otra forma ―distinta ― de intolerancia: no discierne el mal del bien (ni la cuenta de resultados ni nada), permite todo pues considera que todo es relativo y “tolerable”. Como hay demanda para la prostitución, por tanto ―piensa el demagogo―, debe cotizar en bolsa… y que se regule según las leyes del mercado. A su hija la deja suelta por ahí… Nietzsche es un intolerante: está por debajo del bien y del mal.
El líder genuino es tolerante: apuesta y defiende la libertad de las personas, y corre el riesgo de que algunas personas cometan cosas malas. En un estado totalitario nadie comete delitos, pero se han destruido los derechos humanos. Una hija metida en un “invernadero” no crece como persona.
El líder distingue lo que el tirano y el demagogo confunden: cometer, autorizar y permitir. Tolerancia no es cometer ni encubrir el mal, ni servirle de coartada. Tampoco es autorizar que se cometan cosas malas, sino sólo permitir. Ser tolerante requiere darse cuenta que autorizar y no castigar (permitir) son cosas distintas; y saberlo aplicar en cada situación.
No es nada fácil ser tolerante: requiere finura para distinguir en cada caso entre el bien (el bien no se tolera sino que se fomenta) y el mal (si no fuera mal no sería tolerado, sino auspiciado); y, además, sentido de la proporción. Se permite el mal para evitar males mayores o para no anular bienes superiores. Permitir cualquier mal, por cualquier razón, es demagogia. Impedir todo mal, de cualquier manera, es tiranía. Tanto el tirano como el demagogo son intolerantes, y ambos hacen daño a las organizaciones. Cuando ven ciertas injusticias, algunos se quejan del permisivismo de Dios y desearían que fuera más tirano; pero Dios es líder y es tolerante, aunque nos cuesta mucho comprenderlo.
Las competencias directivas pueden ser usadas para el mal: se requiere de iniciativa, creatividad, visión de negocio, coordinación, etc., para cometer un delito. Los tiranos y demagogos las tienen. Sin embargo, la tolerancia es algo más, es una “metacompetencia”: siempre es buena y nunca puede ser usada para el mal.
Solo quien tiene poder debe ser tolerante, pero como todos tenemos algo de poder ―también un bebe: lo usa cuando llora― todos debemos aprender a ser tolerantes y a tener sentido del humor: nadie nace siendo tolerante ni con sentido del humor.
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Posdata posterior:
He incluido este tema en mi libro “Cómo mandar bien: consejos para ser un buen jefe”.