Recapitulando los post anteriores:
Casarse es iniciar una aventura.
Casarse es una acción libre.
Casarse no es cosa de uno solo: no tengo derecho a casarme pues nadie tiene el deber de casarse conmigo. Puedo querer casarme pero no puedo reclamarlo como derecho.
Casarse no es cosa de tres, involucra exclusividad.
Casarse es asumir una condición, valga la expresión, incondicionada. Cuando me caso con Lucia no le pongo ninguna condición, ni ella a mi.
Casarse es una acción irreversible.
Casarse es entregar la capacidad procreativa a mi esposa.
Casarse es una “locura”.
La distinción entre los posibles fines subjetivos (lo que busca cada una ) y el fin objetivo (lo que hacen)
Puede ayudar aquí a evitar posibles confusiones si se tiene presente la distinción elemental entre fines subjetivos y objetivos. Los fines subjetivos son los que busca una persona concreta al casarse. Los objetivos son los que el matrimonio en sí, según el plan divino, habría que lograr. Sería ideal que los fines objetivos y los subjetivos siempre coincidiesen. Pero es frecuente que no acontece así. Después de todo, los fines o motivos subjetivos para casarse raramente son exactamente los mismos en el caso de cada esposo; más bien pueden ser múltiples y hasta variables al extremo: fines generosos e idealistas; fines mezquinos y egoístas. Habrá quien se casa principalmente por motivos de dinero o de prestigio social o de ambición política; otro para escapar de casa de o una situación laboral que encuentra aburrida o intolerable. Incluso cuando las dos partes se casan por amor, el concepto del amor que cada uno tiene no necesariamente coincidirá. Uno puede concebir el amor en términos de encontrar a alguien ‘que me haga feliz a mí’; el otro en términos de encontrar alguien ‘que yo pueda hacer feliz’.
Puede haber oposición entre los fines personales subjetivos de cada uno de los esposos, e indudablemente es ésta una principal razón porque tantos matrimonios no salen bien. No obstante se podría haber superado esa oposición si los cónyuges, al momento de casarse, hubiesen entendido mejor los fines objetivos del matrimonio tales como han sido dados por Dios; y si, más tarde, cuando su matrimonio empezó a experimentar las dificultades que todo matrimonio encuentra, hubiesen recordado mejor esos fines en su esfuerzo para salvar su unión (Cormac Burke).
¿No hay ninguna conexión en absoluto entre los fines subjetivos y los objetivos?
No necesariamente. Como hemos visto, el fin subjetivo de quienes se casan puede variar indefinidamente. Sin embargo, una cierta medida de felicidad suele ser la propuesta o por lo menos la esperanza de la mayoría de las personas al casarse. Esto es natural y legítimo. Por otra parte, pocos matrimonios colman las felices esperanzas que la mayoría tienen al momento de contraer, ya que la esperanza humana de felicidad realmente no conoce límite.
Tales matrimonios no parecen haber cumplido las esperanzas o fines de los esposos; ¿significa esto que el fin mismo del matrimonio ha igualmente fallado? ¿O pretendemos afirmar que el matrimonio, tal como la Iglesia lo concibe, no tiene nada que ver con las aspiraciones del amor o con la felicidad que la gente normalmente asocia con el amor genuino? No, y muy al contrario.
Siempre es hablar de modo superficial del amor si se demora demasiado en sus “derechos” o expectativas; y no, por lo menos en igual medida, en sus “deberes” y exigencias – una verdad elemental dentro de la filosofía personalista de la realización “a través del darse a sí mismo”. El auténtico personalismo mira al crecimiento de la persona hacia la madurez. Dentro de esta filosofía es, repetimos, el compromiso del matrimonio –con las exigencias de un amor fiel y sacrificado– que lleva a los esposos a la plenitud de una madurez personal: es decir, el máximo desarrollo de su capacidad de amar. Ahí reside su verdadero y definitivo “bien”.“El punto antropológico básico es que la persona humana no es autosuficiente; necesita a otros, con una especial necesidad de un “otro”, un compañero, un esposo.
Cada persona humana, al tomar conciencia de su contingencia, desea ser amado: de alguna manera ser única para alguien. A cada uno, si no encuentra a nadie que le ame, le acecha la tentación de sentirse mermado, sin valor.
Es más: no basta ser amado; hace falta amar. Una persona objeto del amor puede ser infeliz, si es incapaz de amar.
Todos somos amados (al menos por Dios); no todos aprendemos a amar.
Aprender a amar es una necesidad humana tan grande como la de saberse amado; sólo así se puede salvar a la persona de la auto-compasión o del auto-aislamiento, o de los dos a la vez.Aprender a amar exige salir de sí mismo; por una dedicación constante –cuando las cosas van bien y cuando van mal– al otro, a los demás. Lo que cada uno tiene que aprender no es un amor pasajero, sino un amor comprometido.
Todos necesitamos un compromiso de amor; como lo es el sacerdocio, o una vida entregada directamente a Dios. Y como lo es el matrimonio, la dedicación a la que Dios llama a la gran mayoría. ” (C.B.)